Marketing free counter buscadores

-- La historia normal: agosto 2007
Estadisticas de visitas

lunes, agosto 06, 2007

un año sin julio y yo con 33

retomo este blog con 33 años y recordando a Julio Galan y lo que me inspiro hace ya casi un año.

a mi inombrable solo decirle que le mando un abrazo como todos los dias.

"Veo un velero con la vela muy azul que se confunde con el mar. Va muy de prisa, como mi vida. El paisaje me recuerda a Múzquiz. Terrible, todo quedó muerto, todo se fue y aun así hay vida".


Julio Galán



Julio Galán nace el 5 de diciembre de 1959 en un pueblo semidesértico pero, paradójicamente, rodeado de montañas llamado Múzquiz, en el estado norteño de Coahuila.
Tierra de lobos y osos, de minas y vaqueros, Múzquiz es un territorio en donde la masculinidad tiene que demostrarse, en donde no hay cabida para un hombre apasionado por las muñecas y al que no le gusta montar a caballo. ¿Será éste el lugar en donde se empiezan a gestar sus miedos y de donde surgen sus más terribles pesadillas? Nadie lo sabe con seguridad, lo que es evidente es que hay mucho de Múzquiz en su pintura. “Es triste, no me gusta recordar, alguien me ha dicho que yo ya me salí de Múzquiz, pero que Múzquiz no se ha salido de mí.”
Sus recuerdos de infancia lo perseguirían durante toda su vida, al grado de convertirse en elementos importantes y repetitivos dentro de su obra: los osos, por ejemplo, son la conexión con sus raíces, con Múzquiz, la evidencia de lo que Julio quería olvidar y no podía.
Al observar la pintura de Galán, sin que nadie nos invite, nos convertimos en cómplices silenciosos de su catarsis. Los griegos llamaban katharma al objeto maléfico que era expulsado mediante algún ritual chamánico. Katharma era, pues, lo que hacía daño, lo que provocaba algún mal. La primera vez que este termino se utiliza con fines antropológicos es entonces en el universo de la tragedia griega. El propio Aristóteles dice que se trata de la purificación psicológica por medio del terror y la piedad, conceptos tan opuestos como complementarios. Así es la pintura de Julio Galán.
La tela se convierte en el recinto en donde Julio vomita los demonios que lo torturan, mientras los recuerdos se personifican: el horror queda plasmado
La pintura de Galán se convierte en la mayor contradicción: por un lado, está la parte que lo esconde y lo protege; por el otro, la que lo enferma. Su pintura operará entonces como una válvula de escape, una expulsión.
La suya es una familia compleja. Su padre, su homónimo no lo acepta, no soporta la idea de pensar que su hijo dedica la mayor parte de su tiempo a la pintura “la gente no vive de la pintura” le decía al momento en que lo golpeaba para ver si asi lograba sacarle esa idea de la cabeza . El abuelo, en cambio, es cómplice secreto de su vocación plástica, es el que lo pone en contacto con el cine, con los colores, con las antigüedades, manía que Julio conservaría siempre. Una familia con hermanos y hermanas sintiendo Julio especial predilección por ellas, por ser las que lo acompañaban mientras los demás iban de cacería, actividad que nunca le gusto y que es fundamental en un niño que crecía en Muzquiz. La madre es el personaje central de este universo. Julio Galán concentra todo su amor en ella, un ser exótico del que hereda su teatralidad, su excentricidad, su apasionado modo de ser.
Desde su infancia —dicen los que lo conocen—, Julio se interesó en todo lo relacionado con el arte y la estética, asistiendo ritualmente a observar, en la galería de Guillermo Sepúlveda en Monterrey, la obra gráfica de los grandes pintores mexicanos de la época. Julio solía pasar mucho tiempo absorto frente a un cuadro de Gunther Gerzso. Gerzso fue siempre su más grande ídolo, y en su subconsciente se quedaría la gama de colores que tantas veces observó en su admirada obra.
Mes con mes, se repetía la misma escena: Julio niño observando, empapándose de arte, alejándose lentamente de su realidad, recreando universos alternos a ésta, trazando los bocetos de su futuro como artista. Un día, el ritual terminó para reiniciar diez años después, con un Julio casi adulto, a punto de titularse de arquitecto, con el dolor agazapado, enmarcado, esperando el espacio para ser expuesto.
Los demonios bajaron, se mancharon de pintura y quedaron inmortalizados sobre la tela: las primeras están por ello llenas de fantasmas del pasado, de los osos con los cuales creció y que lo aterrorizaban tanto, de juegos infantiles, de colores sombríos. En sus primeros cuadros, Julio nos muestra una ventana hacia cuanto encierra su infierno particular: evocaciones sexuales, fuego, sangre que emana de cualquier lugar, lágrimas y secreciones, todos ellos elementos inquietantes y de abierta provocación, y es que cada uno de sus cuadros se convierte en un acertijo esperando que alguien tenga la suficiente capacidad para resolverlos. “El que tenga ojos, que vea”, diría también, retador, enigmático, doloroso y siempre dolorido.
Fieras salvajes, vínculos inquebrantables con la figura materna, evocaciones religiosas, símbolos fálicos, momias y diferentes tipos de torturas se plasman en la pintura de Galán recurrentemente, pero hay algo más allá de todo esto: él mismo. Julio Galán aparece en la mayoría de sus cuadros como protagonista absoluto: se disfraza, se transforma, se mimetiza con los animales que lo rodean, se oculta entre el oropel y la diamantina. Julio se convierte en todo lo que deseaba ser, pero la verdad lo evidencia: el dolor no se puede callar. Es por ello que las comparaciones entre su pintura y la de Frida Kahlo son inevitables: ambos usaban el autorretrato torturado; ambos escribían en sus cuadros; ambos se burlaban del dolor, plasmándolo en circunstancias cotidianas. Sin embargo, hay una diferencia enorme entre estos dos pintores que los vuelve tan únicos: mientras que el dolor de Frida era físico, el de Julio era interno, tan íntimo, que calaba literalmente hondo: “A mí no me violaron el cuerpo, me violaron el coco”, confesaría. ¿Cuál de estas dos indeseadas intrusiones será más difícil de olvidar?
Monterrey fue una ciudad importante en su vida. Fue allí a donde se mudó cuando niño, en el afán de su madre por ofrecerle una mejor educación. Fue allí donde estudió su carrera de arquitectura, dándole después su primera oportunidad como artista: Arte Actual Mexicano, la galería que lo recibió tantas veces en sus visitas infantiles, fue el lugar en donde Julio mostró, por primera vez, su pintura al mundo.
Enfrentar al dolor sin filtro no es fácil para muchos. Eso y una incesante necesidad de reinventarse siempre, hacen que Galán busque cobijo en Nueva York, donde Julio explotará su fértil creatividad, descontextualizando para sí todo tipo de iconos de la cultura mexicana: barajas de lotería, tehuanas, chinas poblanas, charros, juegos tradicionales, milagritos, santos, águilas y banderas pasan a ser, del modo más natural, habitantes de su pintura. El brillo, el oro, estampas, calcomanías y relieves convierten a sus cuadros oscuros en una fiesta de color. El espíritu de Gerzso hace su aparición a través de la gama que ahora utiliza Julio, más maduro, dándole paso a su “alter ego”, a sus deseos sexuales, a su ansiedad. A esa evocación sarcástica del ideal mexicano, rodeado de elementos barrocos, de elementos kitsch, surrealistas y posmodernos, se le llamó neomexicanismo, y tuvo en Galán a uno de sus principales expositores.
Nueva York fue la casa de sus amigos, de Andy Warhol, de Francesco Clemente, de Julián Schnabel, el lugar de las interminables muestras y exposiciones, en donde podía pasar inadvertido. Fue aquí también donde comenzó su manía de disfrazarse: como las multitudes lo agobiaban, disfrazado sentía que algo externo lo protegía. Disfrazado, la victima se convertía en victimario: “Creo que les asusta más lo que ven que lo que escondo”.
En Nueva York conoció el infierno terrenal en Hell’s Kitchen: alcohol, desfiguros, sobrepeso y una vida desordenada se adueñaron de sus días. Acorde a su sino, el de la contradicción, junto con estas caídas el éxito se hace allí irremediablemente presente. Julio lleva al infierno al que se deje, seduciendo a numerosos coleccionistas de arte, entre los más importantes: Diego Sada, Francesco Pellitzi y Tomas Anann, especuladores visionarios que apostaron sin miedo ni duda y ganaron.
De Nueva York siguió el auge. Londres, Ámsterdam, Madrid, Roma y Buenos Aires fueron invadidos por su dolor, formando parte de su juego sadomasoquista: él como objeto de la tortura; los demás, los que observan, en calidad de vouyeristas partícipes, en cómplices de sus secretos. Ahora el miedo se había ido y comenzaba a plasmar el gusto por el placer clandestino.
Y es ahí cuando, sin darse cuenta, se convierte en el consentido, en el enfant terrible de la pintura mexicana. Los que antes se negaban a aceptar su manera de expresarse, caían rendidos ante el encanto de su obra, sin importar que fuese la creación de una auténtica diva.
Los anécdotas, una a una, se van convirtiendo en leyendas urbanas llenas de magia, de surrealismo: Julio disfrazado de la pequeña Lulú; que si pasó toda una noche aventando hielos en la discoteca “Twist”; que si tenía a su perro disecado en el buró; que si estaba loco; que si era un genio.
Dicen, por supuesto los que lo conocieron, que Julio Galán era un hombre brillante. Todo él era diamantina dorada. Julio empieza a convertirse en arte, a inventarse a sí mismo. Las plumas, las joyas antiguas, lo barroco eran parte de su indumentaria; lo impredecible, parte de su personalidad.
México lo recibe en sus mejores museos de arte contemporáneo: Guadalajara, Monterrey, Oaxaca se rinden ante el nuevo rey de la plástica, sus pinturas aumentan exponencialmente de precio, haciendo de Julio la mejor inversión para muchos.
La pintura autorreferencial sigue estando presente, sólo que ahora lo acompaña el glamour. La víctima se convierte en Narciso y el lienzo en su espejo, pero es un Narciso que se goza, se solaza con su reflejo amado y su capacidad de reinventarse una y mil veces. El niño queda atrás y emerge como un adolescente que descubre los placeres que el cuerpo encierra. Sus cuadros amplían su formato, así como su provocativa paleta. Las figuras planas adquieren volumen. La teatralidad impera.
Ahora los disfraces no sirven para esconder: son para travestir, para jugar.
Hacia 1993, mientras su pintura viajaba, deslumbrando a públicos de diversas partes del mundo, Julio empezaba a morir en pedazos. El deceso de su madre fue el renacimiento del dolor profundo: Edipo perdía a su musa, cuyo cuerpo inerte cubrió de diamantina morada. “Para que brilles en el cielo”, le dijo.
A partir de ese momento, el mundo de Julio Galán se volvió lento y su producción más escasa, evidenciando en ella el dolor luctuoso: sus cuadros son cruzados por líneas en forma de listones negros que recorren su cuerpo, desnudo y lleno de pájaros, como si quisiera volar e irse lejos. La serie de autorretratos que surge a partir de entonces los reflejan a él y a su madre como si fueran uno mismo.
La iconografía gay, antes sutil, se torna ahora evidente. Julio se muestra a sí mismo maquillado, tocado con coronas de flores; su paleta se ensombrece y su pincel es lo único que lo motiva. Sus apariciones son cada vez más esporádicas. Del adolescente que disfrutaba el placer, queda sólo un Julio Galán adulto, maduro y con una tristeza profunda, al grado de no soportar que nadie lo tocara. Los únicos que lo podían abrazar y consolar eran sus muñecos, acaso porque no tenían vida ni sentimientos. Su favorito, Morelio, medía mas de un metro y usaba levita y encajes, dormia en el cuarto contiguo, velando siempre el sueño del pintor, vigilando que las pesadillas no se acercaran.
La muerte de Julio aparece pues prefigurada en sus cuadros. Sin embargo, Julio había empezado a morir desde mucho tiempo atrás, desde que era niño en Múzquiz. Lleno de magia, aparecia y desaparecia a placer: un día en Monterrey, otros tantos en París, hasta el exilio en Zacatecas. Fueron muchos los años que Julio pasó guardado, en silencio, acompañado de todo lo que le gustaba coleccionar, de su muñeco chango —llamado juguetonamente Chingo—, de sus recuerdos, de su pasado, de su soledad.
Fue hasta el 4 de agosto de 2006 que el cuerpo de Julio terminó de morir.

“Julio, asómate por la ventana: ya estás en el cielo”, le dijo, mientras sobrevolaban en un avión el cielo de Monterrey, su hermana Lizzie: su compañera de vida, su cómplice, la única a la que Julio le permitía todo, con la que dejaba a un lado vedetismos y excentricidades, la única que pudo llegar a las profundidades de su corazón.
Después de escuchar aquello, Julio extendió sus alas. Nadie más lo volvió a ver. Se fue.
lunar phases
 
Mesothelioma Lawsuit
mesothelioma